jueves, 28 de noviembre de 2013

Nuestra Invencíon...



" Después de bañarme, limpio y más desordenado (por efecto de la
humedad en la barba y en el pelo), fui a verla. Había trazado este plan:
esperarla en las rocas; la mujer, al llegar, me encontraría abstraído en
la puesta del sol; la sorpresa, el probable recelo, tendrían tiempo de
convertirse en curiosidad; mediaría favorablemente la común devoción
a la tarde; ella me preguntaría quién soy; nos haríamos amigos... Llegué
tardísimo. (Mi impuntualidad me exaspera. ¡Pensar que en esa corte de
los vicios llamada el mundo civilizado, en Caracas, fue un trabajoso
adorno, una de mis características más personales!)
Lo arruiné todo: ella miraba el atardecer y bruscamente surgí detrás
de unas piedras. (...)
Los intrusos han de venir de un momento a otro. No he preparado
una explicación. No tengo miedo.Esta mujer es algo más que una falsa gitana. Me espanta su valor.
Nada anunció que me hubiera visto. Ni un parpadeo, ni un leve sobresalto.
(...)
Cuando pensaba en esto, oí el mar con su ruido de movimiento y
de fatiga, a mi lado, como si se hubiera puesto a mi lado. Me tranquilicé
un poco. No era probable que se oyera mi respiración. [43]
Entonces, para postergar el momento de hablarle, descubrí una
antigua ley psicológica. Me convenía hablar desde un lugar alto, que
permitiera mirar desde arriba. Esta mayor elevación material contrarrestaría,
en parte, mis inferioridades.
Subí otras rocas. El esfuerzo empeoró mi estado. También lo empeoraron:
La prisa: yo me había puesto en la obligación de hablarle hoy
mismo. Si quería evitar que sintiera desconfianza —por el lugar solitario,
por la oscuridad— no podía esperar un minuto.
Verla: como posando para un fotógrafo invisible, tenía la calma
de la tarde, pero más inmensa. Yo iba a interrumpirla.
Decir algo era una expedición alarmante. Ignoraba si tenía vozLa miré, escondido. Temí que me sorprendiera espiándola; aparecí,
tal vez demasiado bruscamente, a su mirada; sin embargo, la paz
de su pecho no se interrumpió; la mirada prescindía de mí, como si yo
fuera invisible.
No me detuve.
—Señorita, quiero que me oiga —dije con la esperanza de que no
accediera a mi ruego, porque estaba tan emocionado que había 
olvidado lo que tenía que decirle.(...)
No puedo recordar, con exactitud, lo que dije. Estaba casi inconsciente.
Le hablé con una voz mesurada y baja, con una compostura que
sugería obscenidades. Caí, de nuevo, en señorita. Renuncié a las palabras
y me puse a mirar el poniente, esperando que la compartida visión
de esa calma nos acercara. Volví a hablar. El esfuerzo que hacía para
dominarme bajaba la voz, aumentaba la obscenidad del tono. Pasaron
otros minutos de silencio. Insistí, imploré, de un modo repulsivo. Al
final estuve excepcionalmente ridículo: trémulo, casi a gritos, le pedí
que me insultara, que me delatara, pero que no siguiera en silencio.
No fue como si no me hubiera oído, como si no me hubiera visto;
fue como si los oídos que tenía no sirvieran para oír, como si los ojos
no sirvieran para ver.

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