jueves, 28 de noviembre de 2013

Nuestra Invención...

"Hoy la mujer ha querido que sintiera su indiferencia. Lo ha conseguido. Pero su táctica es inhumana. Yo soy la víctima; sin embargo 
creo ver la cuestión de un modo objetivo. 
Vino con el horroroso tenista. La presencia de este hombre debe 
calmar los celos. Es muy alto. Llevaba un saco de tenis, granate, demasiado amplio, unos pantalones blancos y unos zapatos blancos y amarillos, desmesurados. La barba parecía postiza. La piel es femenina,
cerosa, marmórea en las sienes. Los ojos son oscuros; los dientes, 
abominables. Habla despacio, abriendo mucho la boca, chica, redonda, 
vocalizando infantilmente, enseñando una lengua chica, redonda, 
carmesí, pegada siempre a los dientes inferiores. Las [56] manos son 
larguísimas, pálidas; les adivino un tenue revestimiento de humedad. 
Me escondí en seguida. Ignoro si ella me vio; supongo que sí, porque en ningún momento pareció buscarme con la vista. 
Estoy seguro de que el hombre no reparó, hasta más tarde, en el 
jardincito. Ella simuló no verlo. 
Oí algunas exclamaciones francesas. Después no hablaron. (...) Eran franceses. (...)
tenía los ojos cerrados y sonreía con amargura o con éxtasis. —Créame, Faustine dijo el barbudo con desesperación mal contenida, y yo supe el nombre: Faustine. (Pero ha perdido toda importancia.) 
—No... ya sé lo que anda buscando... 
Sonreía, sin amargura, ni éxtasis, frívolamente. Recuerdo que en 
aquel momento la odié. Jugaba con el barbudo y conmigo. 
—Es una desgracia no entendernos. El plazo es corto: tres días, y 
ya no importará. 
No comprendo bien la situación. Este hombre ha de ser mi enemigo. Me ha parecido triste; no me asombraría que su tristeza fuera un 
juego. El de Faustine es insoportable, casi grotesco. 
El hombre quiso restar importancia a sus palabras anteriores. Dijo varias frases que tenían, más o menos, este sentido: 
—No hay que preocuparse. No vamos a discutir una eternidad... 
—Morel —respondió tontamente Faustine—, ¿sabe que lo encuentro misterioso? 
Las preguntas de Faustine no pudieron sacarlo de un tono de
bromas. 
El barbudo fue a buscarle el pañuelo y el bolso. Estaban en una
roca, a pocos metros. Volvió agitándolos y diciendo: 
—No tome en serio lo que le he dicho... A veces creo que si despierto su curiosidad... Pero no se enoje... 
De ida y de vuelta pisó mi pobre jardincito. Ignoro si conscientemente o con una inconsciencia irritante. Faustine lo vio, juro que lo 
vio, y no quiso evitarme esa injuria; siguió interrogándolo sonriente, 
interesada; siguió casi entregada por la curiosidad. Su actitud me parece innoble. El jardincito es, sin duda, de un gusto pésimo. ¿Por qué hacerlo pisotear por un barbudo? 
(...)
de tarjetas postales indecentes. Armonizan: un barbudo pálido y una
vasta gitana de ojos enormes... Hasta creo haberlos visto en las mejores
colecciones del Pórtico Amarillo, en Caracas. 
Todavía puedo preguntarme: ¿Qué debo pensar? Ciertamente, es 
una mujer detestable. Pero, ¿qué está buscando? Tal vez juegue conmigo y con el barbudo; pero también es posible que el barbudo no sea 
más que un instrumento para jugar conmigo. Hacerlo sufrir no le 
importa. Quizá Morel no sea más que un énfasis de su prescindencia de
mí, y un signo de que ésta llega a su punto máximo y a su fin. 
Pero, si no... Ya hace tanto tiempo que no me ve... Creo que voy a 
matarla o enloquecer, si continúa. Por momentos pienso que la insalubridad extraordinaria de la parte sur de esta isla ha de haberme vuelto 
invisible. Sería una ventaja: podría raptar a Faustine sin ningún 
peligro... 
(...)
Pero en las rocas estaba enloquecido: “Es mi culpa” me decía (que 
Faustine no apareciera), “por haber estado tan resuelto a faltar”. 
Subí a la colina. Salí de atrás de un grupo de plantas y me encontré frente a dos hombres y una señora. Me detuve, no respiré; entre nosotros no había nada (cinco metros de espacio vacío y crepuscular). 
Los hombres me daban la espalda; la señora estaba de frente, sentada,
mirándome. La vi estremecerse. Bruscamente se volvió, miró hacia el 
museo. Yo me escondí atrás de unas plantas. Ella dijo con voz alegre: 
—Ésta no es hora para cuentos de fantasmas. Vamos adentro. No 
sé, todavía, si contaban, efectivamente, cuentos de fantasmas o si los 
fantasmas aparecieron en la frase para anunciar que había ocurrido algo extraño (mi aparición). 
Se fueron. Un hombre y una mujer caminaban, no muy lejos. Temí que me sorprendieran. La pareja se acercó más. Oí una voz conocida: 
—Hoy no fui a ver... 
(Tuve palpitaciones. Me pareció que en esa cláusula yo estaba referido.) 
—¿Lo sientes mucho? 
No sé lo que dijo Faustine. El barbudo había hecho progresos. Se 
tuteaban. 
He vuelto a los bajos decidido a quedarme hasta que me lleve el 
mar. Si los intrusos vienen a buscarme, no me entregaré, no escaparé. 

Mi decisión de no aparecer ante Faustine duró cuatro días (ayudada por dos mareas que me dieron trabajo). 
Fui temprano a las rocas. Después llegaron Faustine y el falso tenista. Hablaban correctamente francés; muy correctamente; casi como 
sudamericanos. 
—¿He perdido toda su confianza? 
—Toda. 
—Antes creía en mí. 
(...)
—¿Y me creería si pudiera llevarla a un rato antes de esa tarde en 
Vincennes? 
—Ya nunca podría creerle. Nunca. 
—La influencia del porvenir sobre el pasado —dijo Morel, con 
entusiasmo y voz muy baja. 
Después estuvieron en silencio, mirando el mar. El hombre habló 
como rompiendo una angustia opresora: 
—Créame, Faustine... 
Me pareció obstinado. Seguía con los mismos ruegos que le oí 
ocho días antes. 
—No... Ya sé lo que busca. 
Las conversaciones se repiten; son injustificables.

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